BiografíaDominicana

GREGORIO LUPERON

Gregorio Luperon

Puerto Plata (1839-1897).- GREGORIO LUPERON fue un militar y político dominicano que luchó por la restauración de la república luego de su anexión a España en el siglo IX. Nació en Puerto Plata, el 8 de septiembre de 1839. Sus padres fueron Pe­dro Castellanos y Nicolasa Luperón. Correspondió a la madre atender a su infancia y a la de sus otros hijos. Lo logró gracias a un pequeño comercio (ventorrillo). En la adolescencia, Luperón recibió enseñanza primaria de un maestro de nacionalidad inglesa, y Pedro Eduardo Dubocq —dueño de una importante hacienda casi consagrada al corte de maderas preciosas— le brindó trabajo. No demoró el patrón en captar las condiciones excepcionales del joven que había empleado: se dio cuenta de que unía a su resistencia física, dotes de mando y sobre­salientes cualidades intelectuales. Comprendiendo que tenía en sus manos un joven al cual podía sa­carle provecho, le brindó la posibilidad de hacer uso de su biblioteca y lo encargó de dirigir —cuando el asalariado sólo tenía catorce años— en la zona de Jamao que formaba parte de su hacienda, la tarea del corte de maderas. Lo trató, además, con el patriarcalismo característico de muchos hacendados de la época.

Fue en ese ámbito donde Luperón comenzó a for­marse intelectualmente y a desarrollar su personali­dad. Las circunstancias históricas le abrieron luego las puertas para que ésta comenzara a enriquecerse y destacarse. Se produjo la anexión de la República a España y fue él en Puerto Plata el primero —o uno de los primeros— en enfrentarse a la nueva y omi­nosa realidad. Perseguido por las autoridades es­pañolas, partió hacia Haití, desde donde siguió viaje hacia los Estados Unidos. Pero al poco tiempo regresó clandestinamente al país y tomó parte en el pronunciamiento de Sabaneta, en febrero de 1863 El fracaso de este estallido insurreccional no lo ami­lanó.., Se dirigió a La Vega, donde enardeció los ánimos de muchos —desde el escondite en que se encontraba— disponiéndose hacia la rebelión. Lue­go, al producirse la hazaña de Capotillo y sitiar las fuerzas insurrectas a Santiago, se incorporó a éstas que lo nombraron jefe de un cantón.

Desde este momento se destacó por su magnetismo, su capacidad oratoria y sus sobresalientes dotes militares. Fue reconocido como general y compartió con los demás jefes rebeldes la dirección del movimiento, que no demoró en convertirse en una autén­tica epopeya de origen popular; instalado el primer. gobierno provisorio, se le nombró jefe superior de Operaciones en la zona de Santo Domingo, cayén­dole así la responsabilidad de enfrentarse a las bien armadas y disciplinadas fuerzas españolas, que ac­tuaban bajo la dirección de Pedro Santana. En el curso de esta importante campaña puso de relieve sus dotes estratégicas y sus condiciones de dirigen­te: con escasas tropas logró mantener en jaque, durante semanas y semanas, a las fuerzas enemigas. Para obtener este resultado tuvo a veces que desobe­decer órdenes del Gobierno, que lo acusó de indis­ciplina y le revocó el nombramiento. Pero su gloria ya era un hecho y se hizo imposible prescindir de sus servicios.

Para entonces comenzaron a surgir las conocidas divergencias en el seno del Gobierno. Pero no quiso ser un factor de disensión. Al producirse el golpe de Estado de Gaspar Polanco contra José Antonio Salcedo —en cuyo patriotismo él tenía razones para desconfiar— recibió la misión de conducir a este último, en calidad de prisionero, a Haití. Viaje inútil, pues las autoridades haitianas se negaron a acep­tarlo en su territorio. Regresó con el custodiado que al caer en manos del nuevo gobierno, fue fusilado a los pocos días.
Polanco —héroe también insigne— conservó poco tiempo el mando. Lo sustituyó Benigno Filomeno de Rojas, posición desde la cual evitó que la figura militar entonces dominante —que era Pedro Antonio Pimentel, hombre de méritos pero ambicioso de poder cometiera determinados desafueros.

Al quedar restaurada la República a mediados del 1865, el país, destrozado por los males de la guerra, requería que todos los que hablan contribuido al triunfo se unieran en un supremo esfuerzo por re­construirlo, manteniendo vivo el ideal independentista que había presidido la finalizada epopeya. Desafortunadamente, esta unidad no fue posible, tanto porque el caudillismo baecista había inficionado las fuerzas restauradoras como en virtud de que en varios de los dirigentes militares del movimiento, fieles hasta entonces al ideal patriótico, surgió la aspiración del supremo mando. Dentro de esa rea­lidad, la posición de Luperón era discordante, había en él una total ausencia de ambición de poder y una oposición radical a todo aquello que reñía con el patriotismo. Se distanció de Cabral cuando éste, encargado de «proteger» la recién restaurada Repú­blica, dio el paso preditorio de llamar a Báez para que ocupara la Presidencia. Indignado, Luperón pro­testó de la nueva situación, y al no encontrar eco su protesta, se vio obligado a abandonar la patria Desde el exilio se dedicó a fomentar la insurrección contra el nuevo mandatario, que era entonces el único caudillo —ya que Santana había muerto— que respondía a la tendencia anexionista o proteccionista. Triunfó en su empeño: a principios de mayo de 1866 se constituyó en Santiago, al ser derrocado Báez. el gobierno del Triunvirato, fórmula que re­sultó Inoperante. Ante esta inoperancia, tal vez Lu­perón —convertido ya en la figura nacionalista de mayor relevancia— debió haberse hecho cargo del poder. Pero persistió en su desprendimiento y pese a que Cabral, cuando se entregó a Báez, dio de hecho las espaldas al ideal independentista, lo re­comendó para la Suprema Magistratura, obedciendo tal vez a la idea de que le iba a ser posible orientar y controlar las actuaciones del nuevo gobierno.

Báez ocupó de nuevo el supremo mando y lo man­tuvo en sus manos durante el trágico período que la historia llama el sexenio. Colocado frente a este hecho ominoso, Luperón, de nuevo en el os­tracismo, se lanzó a la lucha contra el Gobierno, recorriendo varias Antillas y parte del continente latinoamericano en busca de ayuda. Lanzó hojas sueltas que hacía circular por el país; a la postre, consiguió un barco artillado que respondía al nom­bre de «Telégrafo», y a su bordo, incursionó por las aguas dominicanas, llegando a atacar a Puerto Plata y a Samaná. Para entonces, Báez se hallaba ya en conciertos con el presidente norteamericano Grant para anexionar la República a los Estados Unidos, y este último declaró el barco «pirata» y lo hizo per­seguir por buques de la escuadra norteamericana. Convencido de que la República estaba al borde de convertirse en una colonia norteamericana, mul­tiplicó sus esfuerzos patrióticos e insurreccionales. Hizo llegar al Congreso norteamericano numerosas protestas, que fueron también calzadas por otros dominicanos patriotas, y después de haberle sido imposible llegar a un acuerdo con Cabral —quien, disgustado con Báez, se había insurreccionado en la zona fronteriza sureña— se lanzó a la aventura heroica de penetrar en el país por la frontera del Norte, acompañado de unas cuantas decenas de hombres. Pero antes de emprender esta aventura dirigió al presidente Grant una carta histórica que bien puede figurar en una antología de documentos nacionalistas producidos durante esos años en nues­tro continente. En sus párrafos, el egregio soldado denuncia las infamias del monroísmo y destaca que el propósito del gobierno norteamericano daba un mentís al liberalismo de su Constitución y a la voluntad de su pueblo.

La proyectada anexión pudo evitarse; pero no fueron los denodados esfuerzos de Luperón y sus compa­ñeros los que dieron al traste con el nefasto sexe­nio; el suceso se produjo al advenir una disensión en el seno de sectores baecistas, que rompieron con el gobernante. La figura que encabezó el mo­vimiento fue el gobernador de Puerto Plata, Ignacio María González, quien contó con la cooperación de Manuel Altagracia Cáceres, máximo representante del gobierno en el Cibao. Al triunfar el movimiento, González asumió la Presidencia y pretendió llevar a cabo una política de «fusión» de grupos, teñida de liberalismo. Luperón regresó entonces a Puerto Plata. Su figura había crecido ante la opinión pú­blica; pero González no dio momentáneamente im­portancia a ello.

Las luchas de esos años contribuyeron evidente­mente a ampliar el marco de la visión política, del héroe. En esos tiempos había conocido a Ramón Emeterio Betances, eminente puertorriqueño que se entregó de alma y cuerpo a la causa de la independencia de su pueblo y de la confraternidad an­tillana. El recíproco conocimiento se convirtió en amistad estrecha. Luperón se sintió solidarizado, además, con la primera guerra de independencia de Cuba, llamada de los «Diez Años». Lo uno y lo otro lo impulsaron a ver en el continente latino­americano una unidad política que debía susten­tarse en el institucionalismo liberal. Antes de termi­nar la guerra, les abrió los brazos en Puerto Plata a los patriotas cubanos perseguidos por la dominación española, y al llegar a esta ciudad y fijarse transito­riamente en ella el insigne educador Eugenio María de Hostos —que al igual que Betances veía en las Antillas independientes la base de una futura Confederación política— se sintió atraído por su vigo­rosa personalidad y le brindó toda clase de apoyo. Por otra parte, la liquidación del sexenio de Báez 168 dio inicios en el país a un período que desembocó en nuevas realidades políticas y económicas. En el orden político, el baecismo entró en una etapa de desintegración, y a la sombra del liberalismo de González se crearon en Santiago dos importantes sociedades cívico culturales —la «Liga de la paz» y «Amantes de la luz»—: que desarrollaron una amplia propaganda por la vigencia real de la democracia representativa, Fue indudablemente entonces cuan­do, convertidas estas sociedades en «grupos de presión», surgió, con el propósito de liquidar todo lo negativo de la historia pretérita, el partido que Luperón llamó «nacional» y al cual el pueblo dio el nombre de «azul». Nuestro biografiado se convir­tió en la figura máxima de esta organización que, pese a que no elaboró una doctrina, respondió a los principios del liberalismo y del nacionalismo politico. El movimiento cobró rápidamente fuerza, y llevó al poder —a través de unas elecciones de hecho plebiscitarias— a una de las figuras más destacadas y probas de la intelectualidad burguesa de la época; Ulises Francisco Espaillat.

Nombró éste a Luperón ministro de Guerra y Mari­na. Pero el nuevo gobierno apenas duró unos me­ses… Soñador empecinado, Espaillat cometió el error de persistir en la política «fusionista» que habla iniciado González y dio cargos de importancia en su administración a numerosos baecistassin darse cuen­ta de que éstos obedecían a orientaciones antagóni­cas a las suyas. La consecuencia fatal de esta política era previsible: tanto el baecismo auténtico como el disidente hicieron las paces y, mediante sucesivas revueltas, provocaron la caída del Gobierno. Luperón partió de nuevo hacia el exterior. Mientras tanto, la transición continuó su proceso… Volvió González a la presidencia y luego, por última vez, Báez. Pero desintegrado ya su partido, no pudo éste sostenerse en el mando; lo sustituyó Cesáreo Gui­llermo y luego —por última vez también— Gonzá­lez. Luperón regresó entonces al país, y después de reconciliarse con éste —en quien siempre vio a un baecista encubierto— se consideró traicionado, razón por la cual favoreció su derrocamiento. Con el concurso de Ulises Heureaux —hombre de notable inteligencia, valor personal y astucia a quien Lu­perón consideraba como un hijo— Guillermo derro­có a González y se preparó para presentarse como candidato presidencial en las elecciones que la pre­sidencia interina del Lie. Jacinto de Castro había convocado. Guillermo triunfó en su propósito. Pero también fue breve su gobierno: Luperón, convertido ya en caudillo del Partido Azul, lo desconoció, y hay que reconocer que él hubiera podido evitar esa evolución de los sucesos si en vez de emprender un viaje a Europa en esos días, hubiera permanecido en el país… Cuando regresó, encontró a Guillermo convertido en dictador y fue basándose en esta rea­lidad totalmente opuesta a sus principios políticos, que decidió fomentar la rebelión que dio al traste con dicha dictadura.

Luperón estableció entonces un gobierno provisio­nal con sede en Puerto Plata y nombró a Heureaux delegado especial en el Sur del país, con residencia en Santo Domingo. Puesto que para esos momentos el baecismo había perdido toda fuerza, la nueva ad­ministración procuró y logró parcialmente instaurar un régimen liberal; y en el plano económico gestionó sin lograrlo, la creación de un Banco Nacional. Además, anuló dos concesiones onerosas para el país y aumentó los impuestos correspondientes al arancel de exportación, sin que ello corriera parejas con el establecimiento de impuestos directos.

Por otra parte, Luperón se vio obligado a adecuar la identidad de sus propósitos a las realidades so­cio-económicas. Así, pese a que para esa época ya se hallaba en estrecha relación con Pedro F. Bono, cuyo talento y patriotismo admiraba, favore­ció —contrariando las ideas de este último— el desarrollo de la industria azucarera, sin prever los prejuicios que ello iba a ocasionar en el porvenir.

Su desinterés por el supremo mando lo demostró constantemente. Mientras el Partido Azul no se vio amenazado de muerte, siempre procuró que la pre­sidencia de la República fuera desempeñada por otros en cuya lealtad a los principios por él susten­tados, confiaba. Entre éstos se hallaba Heureaux. Lo apoyó para su primer ascenso a dicha presiden­cia, sin dar importancia a que este último, pese a las demostraciones de subordinación y afecto con que lo agobiaba, trabajaba para sí mismo, y coloca­ba hábilmente las bases para la liquidación del partido. Tales actividades no fueron advertidas por Luperón, quien demostró con éste una tolerancia insólita. Por ejemplo, cuando ya era un hecho evi­dente, del cual daban pruebas la vinculación estre­cha de Lilis con figuras señeras del extinto baecismo, y producirse la llamada «revolución de Moya» se le presentó al caudillo la coyuntura ideal para repudiar­lo; pero obró en forma contraria: se enfrentó a esa insurrección y apoyó de nuevo a Heureaux. Con ello le amplió el campo al otro para seguir extendiendo y consolidando su poder, y socavándole el prestigio.

A través de una cínica farsa electoral, Heureaux ocupó de nuevo la presidencia. Y dando un viraje, la mayor parte de la burguesía que había respaldado a Luperón, le brindó su apoyo al mandón nefando. ¡Fue entonces cuando el egregio caudillo despertó ante la realidad y Quiso hacer un último esfuerzo para evitar la total desintegración del partido y la frustración definitiva de sus ideales. En efecto acor­dó presentar su candidatura presidencial en las elec­ciones venideras, que debían tener lugar en el 1888. Celebró, en aras de que dichas elecciones fueran ho­nestas y limpias, un concierto con Heureaux. Pero éste violó una vez más su palabra… Tan pronto Lu­perón inició su labor propagandística, sus partidarios fueron víctimas de persecuciones. Comprendió en­tonces el caudillo en declinación que el camino a seguir era retirar su candidatura y partir una vez más hacia el exterior para enfrentarse al hombre que lo había traicionado y cuya tiranía asomaba y no demoró en ser «legalidad» mediante otra farsa electoral tan cínica como la anterior.
No había para Luperón otro camino que oponer la tuerza a la tuerza. Quiso dar de nuevo vida a las hazañas de la Guerra Restauradora y de su permanen­te lucha contra Báez. Procuró y obtuvo el velado consentimiento del Gobierno haitiano para lanzar desde su territorio una expedición. Pero amenazado por Heureaux, este gobierno renunció al compro­miso contraído. Expulsó a Luperón y no le brindó el menor apoyo a la proyectada expedición. Pese a ello, algunos miembros del Movimiento lograron atravesar la frontera, y a pesar de que demostraron valor y decisión en los combates, el resultado fue negativo. Con ello, el dominio quedó consolidado implantando definitivamente un absolutismo «apar­tidista». Para el nuevo tirano los partidos políticos no tenían razón de ser.

Pero Luperón no cejó en su empeño liberador. Este empeño monopolizó infructuosamente su pensamien­to y actividad durante su nuevo y largo exilio. Pero no encontró los respaldos económicos imprescin­dibles para llevar a cabo una nueva empresa ex­pedicionaria. Tuvo, por tanto, que circunscribir la lucha a la propaganda. Además, consciente de lo que él había representado en la vida nacional desde la epopeya restauradora, quiso dejar a la posteridad una historia de sus actuaciones y un exponente del ideario a que éstas respondieron: durante meses y meses, se dedicó a escribir sus «Notas autobiográ­ficas y apuntes históricos sobre la República Do­minicana», obra sumamente documentada en la cual aparece el hombre de cuerpo entero, con sus pa­siones, su fervor patriótico y su odio a la tiranía. Se publicó en Ponce (Puerto Rico) en el 1896. Es­crita en el estilo declamatorio que revela al tribuno natural que en él había, brinda los materiales im­prescindibles para un estudio psicológico de su personalidad y de los rasgos fundamentales de su pensamiento.

Contrariamente a la mayor parte de las obras históricas publicadas con anterioridad, hay en ella determinados análisis sociológicos que delatan la influencia que sobre él ejerció su grande amigo, Eugenio María de Hostos. El autor no se conformó con narrar: ofrece interpretaciones —la mayor parte de ellas polémicas o inexactas— sobre las raíces de los hechos. Procuró, pues, adentrarse en éstos, y partiendo de ello, explicar entre otras cosas, los orígenes y la consolidación de la tiranía de Heureaux. Tal esfuerzo era en aquella época novedoso, y pese a que generalmente no culminó en aciertos, obliga a ver en Luperón a un precursor de la actual historiografía científica. Sin estudiar dicha obra a fondo es imposible escribir una his­toria de aquella época. Desgraciadamente, ofrece una falla importante: la ausencia de una autocrítica. Y otras: la dispersión del material documental y la falta de sistematización en la presentación de los temas. Pero estas fallas se desvanecen ante sus mé­ritos, y son harto excusables: hombre de inteligencia excepcional, Luperón fue un autodidacta a quien la praxis política impidió la dedicación metódica al estudio.

Poco tiempo después de publicada la obra, una enfer­medad incurable comenzó a minarle el cuerpo. Se hallaba él entonces en St. Thomas y la noticia del estado en que se encontraba llegó al tirano, que de inmediato acordó dirigirse a esa isla en uno de sus barcos de guerra, con el fin de invitarlo a regresar a la patria. Así lo hizo…
El héroe en pleno ocaso lo recibió con la altivez que lo había caracterizado. Le hizo serios reproches, que el tirano aceptó, sumiso. Le echó en cara —y su pa­labra fue una bofetada—que había venido en su búsqueda «para conquistar honores». Pero la con­ciencia de su cercana muerte y el comprensible an­helo de pasar sus últimos días bajo el cielo patrio, lo indujeron a aceptar la invitación. Llegó a Puerto Plata y a las pocas semanas —el 21 de mayo de 1897— expiró.

Con su muerte cayó para siempre uno de los hombres más egregios que el país ha producido.

GREGORIO LUPERON: PROTESTA ANTE EL MUNDO.

«En mi calidad de ciudadano y de general de la República Domini­cana, tengo el incontroversible derecho de ingerirme en los asuntos públicos de aquel país: y aunque ac­tualmente me hallo ausente de él, porque mi propia dignidad y mis principios no se avienen con la po­lítica antinacional desgraciadamente establecida hoy allí, es de mi deber, no sólo como hombre pú­blico, sino también como encargado por la mayoría del pueblo dominicano para ponerme al frente de la revolución que proclama la caída de la inconstitu­cional administración del general Buenaventura Báez hacer una importante salvedad que ponga a cu­bierto la honra y los Intereses de mi patria.
»Es la verdad que el expresado general Báez, con­secuente con su política, tendente siempre a ex­tranjerizar el país, promueve hoy la venta del va­lioso distrito que comprende la península y bahía de Samaná; y a este fin ha comisionado al coronel norteamericano Fabens, para que cerca del gobierno de los Estados Unidos agencie esta negociación. La conducta del general Báez no me sorprende; pero sí me ha llamado mucho la atención, que la prensa periódica de los Estados Unidos, y muy particu­larmente el «New York Tribune» de 17 de julio dei último, denuncie como un hecho positivo la venta de Samaná al Gobierno americano.
»Yo no puedo ni debo hacerle la injusticia al ilus­trado gabinete de Washington de creer que aspire a la adquisición de una porción de nuestro territorio sin antes consultar los obstáculos constitucionales que pudieran presentarse de parte de la República Dominicana.
»Nuestras instituciones están muy claras, muy ter­minantes. Ellas prohíben, bajo cualquier forma, la enajenación del todo o parte del territorio de la Re­pública.
»Esto quiere decir, que constitucionalmente, la ena­jenación de Samaná es irrealizable; y lo es aún más cuando la mayoría del pueblo dominicano no presentó ni prestará jamás su conformidad a semejante sacrificio, porque la venta de Samaná a una potencia extranjera, será un peligro para la independencia de la República Dominicana, al mismo tiempo que lo será también para la República de Haití; sobre todo, cuando estos dos Estados, que ocupan el te­rritorio de la isla de Santo Domingo, están llamados a garantizarse mutuamente en las eventualidades de su política internacional respectiva.
»Fundado en estas razones, y usando de mis dere­chos; en nombre del pueblo dominicano, protestó de la manera más solemne contra toda negociación que tenga por objeto la venta de Samaná a cualquier potencia extranjera, sea en la forma que fuere, por creerla inconveniente a los intereses y a la seguridad del país, y contraria a la Constitución del Estado. »En esta virtud, declaro: que todo compromiso, que por este respecto contraiga la administración del general Báez y los demás que igualmente contraiga y que por cualquier concepto afecten también los intereses del país, serán en todo tiempo considera­dos nulos y de ningún valor para la República Do­minicana, y para que esta protesta y declaración obre sus efectos y ulteriormente, la extiendo y comunicó en oportunidad a quienes conviene, firmandola en la ciudad de Kingston, isla de Jamaica, a 5 de agosto de 1868.

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